Pasaron varias horas. Todos en su
casa se enteraron de lo que había sucedido porque alzamos las voces varias
veces y mis lágrimas no daban tregua. La señora Cielo, su mamá, me regaló agua
y le pedí que me llamara un taxi. Me senté en la sala a esperar y ella empezó a
hablar sobre algo que había salido en las noticias como para que yo pensara en
otras cosas. Esa noche en casa de Thiago ha sido parte de los momentos más
difíciles de arrancar de mi memoria. Yo hubiera querido que mi celular tuviera
carga, que las horas fueran más largas y mis sentimientos más pequeños. Que los
besos fueran falsos, que mi piel no se convirtiera en un pedazo de tela y yo un
muñeco que se arrastraba de dolor en el alma.
En la mañana después de llegar de
clases el teléfono de mi casa sonó. Era la Señora Cielo. Se me hizo raro que me
llamara porque los diálogos con ella, aunque amenos, eran circunstanciales,
nunca me había llamado, no tenía mi número de teléfono, ni mi celular. ¿Cómo
estás con Thiago, Cris? Me preguntó, ¿Has hablado con él? Hoy en la mañana lo
vi raro, como triste, me dijo que ustedes habían terminado. La relación está
estable, Señora Cielo, le respondí. Pero yo tenía claro que estábamos como en la mitad de dos piedras
esperando que un movimiento simple acabara con los dos.
Eso fue un viernes. Generalmente,
Thiago iba al psicólogo el jueves. Yo iba los martes. Los dos íbamos a terapia
con la idea de sacarnos de la cabeza mutuamente. Por mi parte, y sin conocer la
de él, puedo decir que mis fuerzas no daban para tanto, dejarlo no era fácil,
pero tampoco quería seguir, parece que todo era cuestión de iniciativa. Creo
que lo único que yo quería era demostrarme que podía lograr lo imposible, lo
que otras mujeres no habían logrado. Y aun conociendo mi condición, me era
difícil terminarle, porque también lo amaba, supongo, porque fui muy ingenua y
no supe manejar la situación.
Thiago era un tipo callado, de
estatura media, flaco, tenía el pelo negro medio enrolado, la nariz larga, los
ojos grandes, usaba gafas, tenía una boca pequeña y rosada. Cuando cogía
confianza y se sentía seguro hablaba más de la cuenta. Le gustaba leer
literatura, además escribía bien, esa fue una de las cosas que me hizo enamorar
de él. Con lo poco que había leído de Andrés Caicedo podía relacionar ciertos
de sus comportamientos con lo que era Thiago. Ese día después de encontrar el
número de su casa lo llamé desde un lugar que vendía llamadas. Eran las nueve
de la noche más o menos. En el ambiente había bulla, no le entendía bien lo que
hablaba, yo estaba en una tienda que queda en la carrera 43 frente a la escuela
donde yo estudiaba inglés. Los fines de semana prenden una rockola y en los
bordillos se sienta gente a tomar cerveza.
Todo el día pensé en lo que
pasaría cuando nos viéramos, tenía miedo. En medio de tanta cosa le entendí que
llegara a su casa. Desde donde yo estaba hasta el barrio Las Delicias no hay
buses, yo no los conocía, tomé un taxi. Él tenía un plan y se había estado
preparando para llevarlo a cabo. Yo, muy ingenua, pensaba que las cosas
podían mejorar, sabía que llegaría el momento, pero nunca pensé que fuera ese día.
Llegué, me abrió la puerta, sus
padres que estaban en la sala me metieron conversación y me quedé ahí hablando
por un tiempo sólo por cortesía, porque me urgía verlo, quería abrazarlo,
decirle que todo estaba bien. Thiago se
había ido a su cuarto, se me hizo raro. Pedí permiso y me fui a ver qué hacía.
Hoy no me gustaría salir, mañana
podemos hacer algo, me dijo. Me parece bien, le respondí, estaba cansada y sin
mucha plata. Se me quedó mirando, me dijo que teníamos que hablar, que tenía
algo que decirme. Ya yo sabía lo que venía, y también sabía que no había
reversa, esa vez era diferente. Todo fue tan efímero, tan volátil. Desde el
comienzo lo sabía, desde los primeros días que empecé a salir con él ya lo
sentía lejos, era vivir la vida y la muerte al mismo tiempo. Mis días no
eran totalmente suyos, sus besos dejaban un sabor amargo en mi garganta, sus
uñas arañaban mi alma, sus dedos tocaban mi corazón. Cuando duele, se ama.
Nunca se siente dolor por algo que no se quiere.
Necesito estar solo, resolver
unos problemas, ver qué hago con mi vida, será mejor que dejemos las cosas
hasta aquí, Cris, me dijo y dejó de mirarme a los ojos. Para mí, que no tenía
otro remedio que aceptar, fue como si me pasara un tren por encima. Mis ojos no pararon de llorar hasta 3
horas después, y siguieron llorando cuando llegué a casa y el día
siguiente, y los días siguientes. El pepino ayudó con la hinchazón, pero no
encontraba algo para llenar el vacío que dejó en mi tiempo, en mi corazón, en mis
ganas. Yo no quería irme de esa casa, así supiera que era lo mejor para mí. Yo
no quería tirarme al abismo aunque tuviera chance de caer de pie.
Empezó a llorar, me abrazó. Me
confesó que su mamá me enviaba saludos, me hacía invitaciones a comer y él se
inventaba excusas de mi parte. Eres un hijueputa, pensé. Le dije que ella me
había llamado a preguntarme por la relación en la mañana. No dijo nada. Se tiró
encima de mí y me dio un beso en el que pude sentir sus ganas de no hacerme
daño, pero no sabía que ya todo el daño estaba hecho. Yo me dejé convencer otra
vez de estar juntos con un ramo de rosas que me llevó una de las tantas veces
que peleamos. Unas rosas que no eran nada al lado de toda la incertidumbre que
me generaba estar con él. Este fue el precio que tuve que pagar por pensar que
las cosas iban a estar mejor.
El taxi llegó y supe que era un
adiós para siempre. Thiago me acompañó hasta la puerta, me subí, y entendí que
ahí empezaba otra historia.
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Mi MatinaMartina yo también acabo de pasar por eso... que díficil y duro momento. Sin embargo, es mejor pensar en cuánto valemos y seguir adelante y dejarlos a ellos sólo como un recuerdo.
ResponderEliminarPero que difícil es verlos como recuerdo...
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