No fueron ni uno, ni dos, ni diez, los años que Homero
esperó. Todas las noches antes de acostarse cerraba los ojos y decía en voz
alta: “¡Diojmio, que vuelva! ¡Yo te lo doy todo!: Mi carro, el perro, el
cigarro, mis joyas, mis ollas, mi casa, mi cama, mis comas, mis cosas, mis
huesos, mis libros, mi gato, mis gotas, mis ramas, mis remos, mis pesos, mi
loza, mis lazos, mis lunas, mi cuna, mi vaso, mis besos, mi queso, mi agua, mis
tierras, mi carne, mis martes, mis trajes, mis peces, mis nueces, mis reses,
mis meses… ” Hasta que se quedaba dormido. Al día siguiente despertaba con el ruido del tráfico, se bañaba, se
miraba al espejo al cepillarse los dientes, se vestía, tendía su cama,
desayunaba, y se sentaba al lado de la ventana a ver pasar el tiempo. En su
casa no habían relojes, pero Homero conocía más los días que cualquier otra persona.
Me sentí como Homero, pero a diferencia de el yo tengo relojes por todas partes... bello texto
ResponderEliminar