Los domingos se me hacen interminables. Tal vez sea porque no tengo mucho que hacer sumado a las ganas de no querer ni moverme de la silla frente al computador. Son una cosa de otro mundo, o algo de este mundo disfrazado de viaje sin destino o de túnel interminable. El tiempo se vuelve un caucho gigante que se estira e intenta enrollarme y atraparme mientras yo hago malabares intentando escapar.
El desayuno se vuelve almuerzo y la cena desaparece, mi pijama me goza desde que me levanto hasta que pruebo champú en la noche, chateo con los contactos del Messenger que no existen en la semana y mi celular se pierde entre las sábanas.
La música impera, pero no como todas las noches, el vacío de los domingos es tan grande, que ella tiene de donde escarbar, y se mete y se mete por todos los recovecos, tocando el polvo y la mugre del piso, avivando la tarde amarilla que deprime el ánimo, haciéndome cantar y pensar en otras cosas.
La música impera, pero no como todas las noches, el vacío de los domingos es tan grande, que ella tiene de donde escarbar, y se mete y se mete por todos los recovecos, tocando el polvo y la mugre del piso, avivando la tarde amarilla que deprime el ánimo, haciéndome cantar y pensar en otras cosas.
Nota publicada en el blog Mil canciones incrustadas en los huesos el 10 de agosto de 2010